FABRICANDO LA SOCIEDAD ADICTA

“El mejor esclavo es aquel que no sabe que lo es y que además ama su esclavitud.

Parece que esta máxima estará marcada a fuego en nuestro futuro, si no actuamos de inmediatamente para remediarlo.

Y es que los mecanismos de la esclavitud se perfeccionan cada vez más.

Una persona encadenada de pies y manos puede ver aquello que la esclaviza con sus propios ojos; toma conciencia de cuál es su situación y sabe perfectamente contra qué y contra quién luchar.

Pero los mecanismos que nos esclavizan actualmente, son cada vez menos explícitos. Las cadenas ya no están alrededor de nuestros tobillos y muñecas, sino en el interior de nuestros cerebros.

La mayoría de gente cree que la esclavitud ha sido erradicada, cuando simplemente, ha cambiado de forma, se ha perfeccionado, se ha vuelto mucho más sutil… y mucho más efectiva. …”

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FABRICANDO LA SOCIEDAD ADICTA
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EXISTIERON

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En los años de los 70 me di cuenta de que existían. Eran los viejos de la CNT. Se trataba de hombres en su mayor parte, también algunas mujeres, de manos grandes, piel tostada y profundas arrugas, que estaban llegando a la edad en que un obrero se jubila. Cada viejo tenía un relato que contar, y se trataba casi siempre de un recuerdo interesante, jugoso. Veías pasar a González, un escayolista de culo gordo, mono blanco y sucio, y andar patoso. Había corrido como la pólvora el rumor de que en una obra había entrado “el jefe” pegando voces e insultando a todo el mundo. El tal González se había bajado de su andamio, se había dirigido hacia él, y le había dado un solo guantazo sin mediar palabra, que restalló en todo el edificio implantando un silencio serio, espeso y muy educado. Eran tiempos negros de Dictadura franquista, miles de hombres estaban en la cárcel por menos que eso. Pero el jefe no denunció a González. ¿Por qué?

Empecé a indagar, y encontré otra historia, una historia que no tenía que ver con el partido comunista y con Rusia. Era siempre la historia de unos obreros manuales, de los que hoy serían llamados iletrados e incultos. Yo buscaba a los intelectuales, a los científicos, a los grandes líderes de extracción burguesa, y no los encontraba. Por motivos misteriosos, en los años veinte y treinta del siglo XX estos obreros se habían organizado en torno a un sindicato -la CNT-. ¿Por qué estabais en la CNT? -les preguntaba. -¿Por qué? Porque sí, qué tiene de raro -me contestaba Pedro.

Afiliándose al sindicato ellos mismos eran la CNT, y la CNT al mismo tiempo que existía por ellos, les daba vida otra vida a ellos. Escuelas, grupos de teatro, periódicos, bibliotecas, grupos de acción, de discusión… estaban muy organizados. Y habían sido derrotados en una guerra. Los supervivientes arrastraban el peso infame de esa derrota, con la marca del vencido que no se rinde, pero que ha perdido la esperanza. Eran tercos, pero los jóvenes tenían otros referentes: el partido, Mao, Cuba, desarrollo de las fuerzas productivas, imperialismo, alienación… Esos hombres y mujeres, que se decían de la CNT, anarcosindicalistas, eran “aliados objetivos de la reacción” según los cultos marxistas. ¿Reaccionarios? Pues a mí no me daba esa impresión. Parecían trabajadores corrientes.

Empecé a hablar con ellos, y siempre me sorprendían. Este se afilió con nueve años, porque con nueve años empezó a trabajar, y estaba deseando empezar a cotizar para ser un hombre. Esta mujer de rostro simpático me cuenta que en unos tiempos de moral rígida, siendo mocita bastaba con decir en casa que iban a la asamblea del sindicato, o que acudían al ateneo, para poder regresar a cualquier hora, porque el padre de mirada severa transigía con la tardanza si se realizaba al amparo del sindicato. Aquel me comenta cómo destruyeron una segadora burlando a la guardia, y cómo a raíz de aquello en la siega se implantó la jornada de cuatro horas. Otro más me enseña un revólver que parece sacado de una película del Oeste, “un recuerdo”, me comenta. Uno estuvo en Mathausen, aquel en la liberación de París, este firmó el convenio de las treinta y seis horas semanales en el ramo de la construcción, José defendió Coria de los fascistas porque apañó un fusil y acabó en el campo de concentración de Albatera. Al “cojo” le dieron “el paseo”, le dijeron que echara a andar para tirarle por la espalda, y cogió tal carrera que ni un galgo lo pillaba, y todos se ríen. “El niño de la Juani”, fue el tesorero de la cooperativa, aquí están las cuentas. Bermejo me enseña cómo se parte un bloque de granito para darle el tamaño necesario con un mazo de tres kilos. Julián me explica cómo el sindicato designaba a los empresarios el número de parados a los que tenían que pagarle un jornal diario, trabajasen o no -eso lo dejábamos a cuidado del empresario, peor para él si no te daba faena-… Una foto con muchas mujeres sonrientes vestidas de negro… -son las compañeras, recogiendo fondos -me explica Luis “el camionero”-, nosotros estábamos en la cárcel… Fuimos a implantar el Comunismo Libertario, y nos confundimos de día y de hora, -y se ríen otra vez- ¡qué lío nos hicimos con las claves! Hicimos esta carretera, me escapé de la cárcel, fui un maquis, escribí un manifiesto, me dieron una paliza, a mí otra, y a mí otra, “alguien” mató al bicho del teniente… ¿Pero qué queríais? -les pregunto-… El precio de nuestro trabajo, la tierra, levantar casas, la libertad, destruir al Estado, fumar un cigarro, quemar el dinero, que no hubiera guardia civil, hacer un viaje, un vestido estampado, queríamos esto -y abre los brazos abarcando la habitación…

Lo más curioso, era el relato frío que hacían de una larga sucesión de pulsos y derrotas. Huelgas perdidas, despidos, listas negras… Estaban acostumbrados -me decían. Si te tumban, es sólo cuestión de ponerse en pie, no pasa nada. ¿Y qué es el anarquismo, qué puedo leer? -les preguntaba. El anarquismo es esto -me respondían golpeándome la frente con el índice-, lee lo que quieras. Podemos hacer todo lo que pretendamos en este mundo -afirmaban- basta con quererlo, joder. ¿Y por qué ya nadie es anarquista?… Entonces me miraban con tristeza apagada, furiosa. -Hubo una guerra. Murieron, los mataron, los exiliaron, y sólo nos salvamos nosotros, que tuvimos más suerte, o más cuidado, o más miedo… no sabemos por qué no vuelven los jóvenes, a nadie parece interesarle el sindicato, será culpa nuestra.

Los jóvenes que reorganizábamos “el sindicato”, solo levantábamos su sombra. Eran los tiempos de “los sindicatos”, de las banderas rojas, del partido, de la doctrina correcta y la interpretación científica de la Historia. La CNT no salía del raquitismo, y así sigue dignamente delgada en su fanatismo. Sus hombres y mujeres de la generación de la guerra, hoy en su mayor parte desaparecidos, fueron como los últimos mastodontes, seres a extinguir por la modernidad. Y los Historiadores se están encargando de cumplir la misión de enterradores, con un dictamen seco y contundente: lo que dicen esos hombres, es mentira. No existieron. Son obreros, no saben escribir, no entienden de ciencia, somos nosotros, que no estuvimos allí, los que podemos explicar qué pasó, y por qué ocurrió lo que ocurrió, que en realidad no pasó. Yo he escrito una tesis. Olvidaros de ellos, allí donde triunfaron llevaron la sociedad al desastre. Eso dicen los científicos, los intelectuales, los listillos.

Pero yo sé que eso es falso. Yo lo certifico. Yo los vi. Yo los toqué. Yo los escuché. No hubo personas en el mundo con más desprecio por la mentira que los viejos de la CNT. Para lo bueno y para lo malo, fueron veraces. Existieron, se organizaron, lucharon, vivieron, rieron y amaron. Todo es posible, ellos lo demostraron. Esa fue su herencia. Para silenciarlos, los tuvieron que matar.

Siempre en pie, la CNT.

Por Jorge Gómez, obrero de la construcción, miembro de la CNT.
http://sagunto.cnt.es/2013/07/11/existieron/
http://www.alasbarricadas.org/noticias/node/24499
(Un texto encontrado en Internet)